Uribelarrea, Partido de Cañuelas, Provincia de Buenos Aires,
Argentina
Al nacido en aldea lo cría el horizonte
y se lo lleva un tren
cualquiera
cualquier tarde.
Su sencillo equipaje
es una certidumbre:
que la vida está lejos.
Pasa su adolescencia
mirando mapas, nubes,
gimiendo geografías,
arrodillado ante la diosa Irse.
Hasta que un día dado
toma un tren y se va
en busca de su voz
remota, y de su madre,
de la que huye para poder ser
y ha ido a la estación a despedirlo,
saca un pañuelo blanco
y se enjuga las lágrimas,
se suena, se abandona
a su papel de madre abandonada
mientras el tren se aleja
y la va convirtiendo
en un punto a lo lejos,
en un copo de culpa
que le pide: regresa.
Y él ve volar olivos, viñas, toros,
otras aldeas, días, años, nubes
en la pantalla de la ventanilla.
Atraviesa países y paisajes.
Echa de menos lo que no hallará.
Y vive huyendo de su porvenir,
tropezando en su piedra cada día,
avergonzado de sentir nostalgia
de todo lo que quiso abandonar.
Volver o no volver: es la cuestión,
se dice, y no es verdad,
pues no existe un allí adonde volver
ni un aquí donde decidir quedarse.
Sólo el temblor del tren donde lo escribe.
Aún no ha llegado a nada y sin embargo
le da vueltas a un verbo:
volver, volver, volver...
Repite la palabra
hasta que olvida lo que significa,
no sólo la palabra
sino estar pronunciándola
así, una y otra vez.
La vida es sólo ida
pero cree en la vuelta.
Y volverá a una aldea
que ya no será suya.
Y volverá a lugares
que ya no reconozca,
hasta que ya no sepa
nada de sí ni adónde
ni por qué está volviendo,
y volver se convierta
en un vuelo sin nido,
en vicio melancólico.
Hasta que un día vuelva a un funeral
que pondrá fin a lo que no lo tiene.
Al nacido en aldea
lo cría el horizonte
y se lo lleva el tren
una tarde cualquiera
hacia un mar de otro mundo,
hacia un lugar que no tiene estación
o una estación que no tiene lugar.
Es ya el tren, en su treno, en su latido,
quien repite volver volver volver,
y él oye el verbo el verbo el verbo
que se va haciendo carne,
que se va haciendo tarde.
Y de repente alguien
le dice que ha llegado a su destino,
que es final de trayecto.
Sale del tren vacío
a una estación desierta.
Al final del andén
ve a su madre que agita aquel pañuelo
como si se estuviese despidiendo
y en cambio está esperándolo
desde hace cuántos años.
Comprende que ha llegado a una ciudad
de la que nadie ha regresado nunca.
Los trenes, ya sin él,
siguen y seguirán yendo y viniendo.
Juan Vicente Piqueras.
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