lunes, 25 de septiembre de 2017

Atardecer en Gonnet, La Plata.


El último atardecer (Un cuento fallido).

    Pensó: “El mundo está en paz”. Había un equilibrio en la primavera que apuntaba delante de sus ojos, una primavera cuyos signos trataba de descifrar con la premiosidad con la que un experto analiza un cuadro o un investigador un organismo microscópico. Marzo se abría como un fruto prometedor, igual que todos los años. Las flores del manzano apuntaban con el esplendor antiguo de su infancia y las acacias amarilleaban los montes con su olor narcótico. Las primeras moscas zumbaban con pereza de una vida ya conclusa, como entendiendo que su destino era un efímero vuelo sin futuro. En el aire, el polen jugaba desordenadamente y bajo el alero de siempre, las golondrinas de siempre habían vuelto a anidar, después de recorrer kilómetros y kilómetros en una absurda travesía que las conducía a un rincón preparado para ellas desde el principio de los tiempos. Saboreaba con calma el vino de la vendimia anterior contemplando los brotes del cerezo, la huerta que renacía a una señal que posiblemente enviaban los dioses desde algún lugar secreto, desde algún lugar sin nombre. El mundo estaba en paz. En poco tiempo, se cuajaría el peral como todos los años, como todos los años las abejas establecerían el baile monótono de sus vuelos, se dormiría la lagartija en el muro enjalbegado y, sin sorpresa, el verano vendría a establecerse con el mismo gesto del gato que ahora se ovillaba a sus pies, observando el ir y venir de la mariposa que escribía en el aire transparente jeroglíficos indescifrables. Sentado en la tumbona pensaba que a veces la vida le suministra a uno instantes milagrosos, dones inesperados pese a ser repetidos, señales de que la descomposición prevista para el futuro quedaba aún tan lejana que cualquiera podía permitirse el lujo de soñar, de establecer en un segundo la duración exacta de la eternidad. A un mundo así, pensó, descendían los dioses, los antiguos dioses de los poemas épicos y los dioses familiares que propician las cosechas, la placidez de la primavera, la paz de los corazones, el sorprendente amor del que ya habíamos desertado. El girasol inventaba el amarillo del porvenir, las flores diseñaban laboriosos procesos y se dijo que quizá en instantes como aquel, la fe en Dios era una consecuencia lógica, no una apuesta de la sinrazón. Miró en el cielo el vértigo invisible de los vencejos que parecían aviones remotos dispuestos a la travesía homérica, jóvenes Ulises que dejaban atrás Calipsos y Circes para arribar indemnes a una Itaca que no podía estar ya muy lejos. Las uvas empezaban a colorearse en las vides con la lentitud que la existencia requiere, sin urgencias, sin plazos. Pensó nuevamente en la perfección del mundo y repitió: “El mundo está en paz”.

Fue entonces cuando oyó el estruendo fragoroso de las alarmas antiaéreas.

José María Pérez Álvarez, (Chesi).

lunes, 4 de septiembre de 2017

Cortázar


Aplastamiento de las gotas.

    Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol. 

    Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.

Julio Cortázar.

sábado, 2 de septiembre de 2017

La Argentina en los años de plomo, Esma.


Uno de los tantos edificios donde funciono  la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), 
hoy convertida en espacio para la memoria.

Durante la dictadura militar de 1976-1983   funcionó como centro  clandestino  de detención, tortura y exterminio, las paredes de la ex ESMA encierran  un capitulo negro en la historia argentina.


Nada puede detenerme, 
he quedado detrás de las paredes, 
caminando siempre, 
dejando en la calle mi marca
 indestructible.
 Y mientras mi sombra pasa, 
lentamente, 
me van reconociendo 
los árboles, las veredas, 
la gente. 
Ya nada puede 
desprender mi alma 
de las cosas, 
quedó enraizada en los rostros, 
en las manos ajenas, 
en los ojos dolidos, 
simplemente 
quedó mi huella 
de dolor. 
Y alguien, espera ...

Ana Maria Ponce.



Ana María Ponce, Loli, como la conocían sus compañeros de militancia, fue secuestrada el 18 de julio de 1977 y llevada a la ESMA, donde permaneció hasta el lunes de Carnaval de 1978, cuando se la vio con vida por última vez. Durante los meses que estuvo en cautiverio escribió  una serie de poemas, en el año 2011 La Secretaria De Derechos Humanos edito el libro Ana Maria Ponce, POEMAS.