Querida: cuando me fui, cuando por fin decidí irme, porque ya no me era posible convivir con los antídotos del miedo, y sentía que de a poco iba odiando mis esquinas predilectas o los árboles cabeceadores, y ya no tenía ni tiempo ni ganas de guarecerme bajo la glorieta del barrio Flores, y los amigos de siempre comenzaron a ser de nunca, y había más cadáveres en los basurales que en las funerarias, entonces abrí el bolso de los viajes cortos (aunque sabía que este iba a ser largo) y empecé a meter en él recuerdos al azar, objetos insignificantes pero entrañables, imágenes sintéticas de lo feliz, letras que juntándose narraban sufrimientos, últimos abrazos en la primera frontera, atardeceres sin ángelus y con tableteos, sonrisas que habían sido muecas y viceversa, desvanecimientos y corajes, en fin, una antología de la hojarasca que el viento de la costumbre no había conseguido borrar de la faz de la guerra.
Con ese bolso de los viajes cortos anduve por allá y más allá, por acá y más acá. De vez en cuando trabajaba con las manos ágiles y los ojos secos, para ganarme el pan, el vino, el techo y el colchón. Sin embargo, con el bolso de los viajes cortos no tenía una relación estrecha. Yo era consciente de que dormía en el fondo de un armario, desvencijado por el tiempo y las polillas. Pero, ¿a qué enfrentarme con un pasado en píldoras, unas nutrientes y otras envenenadas?
No obstante, algún domingo, cuando la soledad se volvía silencio insoportable, sacaba el bolso del armario y extraía algún recuerdo, solo uno por vez, para no abrumarme. Así tuve en mis manos un libro que fue de cabecera y que debo haber leído unas veinte veces, pero ahora me metí en varias de sus páginas y no me dijo nada, no me preguntó ni respondió nada, me fue ajeno. Así que lo tiré.
Otro domingo rescaté una foto que se había vuelto sepia y allí estaban varios personajes que ocuparon lugarcitos en mi vida. Dos de ellos estarán quién sabe dónde; uno se mantiene fiel a sí mismo; tres encontraron cierta noche una muerte con charreteras; dos más se volvieron con el tiempo finos, elegantes, delatores, y hoy gozan del respeto de la amnesia pública. El último soy yo, pero también soy otro, casi no me reconozco, tal vez porque si me enfrento al espejo no estoy en sepia. Después de todo, es una foto acabada, vencida. Así que la tiré.
Otro domingo extraje del bolso un reloj sumergible y antichoque. Es de buena marca suiza, pero estaba detenido en un crono/símbolo, o sea, la hora, el minuto y el segundo en que abatieron en la calle a Venancio, vos sabéis quién es, o sea, es tiempo fue mi Greenwich. ¿Para qué quiero un reloj que sólo cronometra y fija la desgracia? Así que lo tiré.
Domingo a domingo fui vaciando el bolso: cortaplumas, lapiceras, gafas de sol, recortes de diarios, tranquilizantes, agendas, pasaportes vencidos, más fotos, cartas de amigos y enemigos. La verdad es que todo me fue pareciendo caduco, inexpresivo, callado, inconexo, precario.
Sin embargo, ayer domingo metí otra vez mi mano en aquél pozo del pasado y la mano vino con algo tuyo: tu pañuelo de seda azul, ese que en tres de las cuatro estaciones te rodeaba el cuello lindo, joven, tan amado por mí. Ellos acabaron contigo, y yo estoy insoportablemente solo. Te mataron en vez de matarme a mí, es duro admitir, carajo, que sos mi muerta suplente.
O sea, que esta vez tiraré a la basura mi pobre bolso para viajes cortos y sólo conservaré tu pañuelo azul. Me quedaré contigo para el viaje largo.
Bolso de viajes cortos. (Mario Benedetti).
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